Madrid, 2 de Marzo, de 1964.
Cuando conocí a Eugenio Beltrán tenía yo 38 años y la ambición de 20 acumulada. El tenía 42 años y la ilusión de un niño de 10.
Por teléfono tenía una voz profunda, calmada. Parecía que nada pudiera alterarle. No varió de tono cuando le propuse la cita y sus motivos. Sin embargo, no sé porqué me pareció que se alegraba.
Le cité en el café Gijón, por aquello de las tradiciones y para que se sintiera como en su casa. Para que se sintiera importante estando en la casa de los grandes. No era necesario. Beltrán se sentía en su casa en cualquier sitio. Su casa era el mundo.
La cafetería era cálida, con un gran mosaico de pequeñas mesitas de mármol y pie de forja. Espejos y cuadros, fotografías de autores en las paredes.
Yo estaba inexplicablemente nervioso. Sin conocerle y ya le admiraba por su forma de escribir. Por otro lado, me jugaba mucho en aquella entrevista y estaba dispuesto a arrebatarle un “sí” costase lo que costase.
Cuando apareció, su aspecto me impresionó, aunque jamás hubiera pensado que se tratara de un escritor. Era alto, fornido, vestía unos pantalones de pana y una chaqueta de mezclilla. Vestía, prácticamente como un obrero de una fundición. Aseado, sin embargo, desprendía un aura que lo hacía digno de atención. Yo esperaba encontrar un señor bajito, con gafas, canas y una vieja chaqueta. Vamos, un escritor.
Beltrán, sin embargo no se molestaba en aparentar algo que no era. El era, simplemente, escritor y no cambiaba su manera de vestir ni sus modos hablase con quien hablase, se reuniese con quien se reuniese.
La conversación fue corta. Me descolocó. Me dejó admirado. Son muy pocas, por no decir ninguna, las personas capaces de causarme impresión.
Yo tenía preparada una retahíla sobre las condiciones del contrato, remuneraciones, ventajas fiscales y la solté mientras me miraba atentamente, sosteniéndome la mirada con aquellos ojos azules hasta que tuve que desviarla. Me traspasaba. No había maldad en aquellos ojos. Eran los ojos de un niño. El asentía a cada una de las informaciones que yo le transmitía. Finalmente, le dije: “¿Estamos de acuerdo?”. Su respuesta me descompuso, más por la franqueza de sus ojos que por sus palabras. “No lo sé”, me dijo. “Las condiciones son negociables”, le dije rápidamente, “Si las cantidades le parecen escasas podemos negociarlas…”. “¿Cuál será el precio del libro?”, me interrumpió él. Me dejó, patidifuso y debió apreciarlo, porque, sonriendo, continuó. “No estoy interesado en el dinero. Quiero que la novela llegue a la gente. Estoy dispuesto a cobrar por copias vendidas si eso abarata el coste de edición”.
Me costó reaccionar ya que jamás hubiera esperado aquella respuesta, pero acepté inmediatamente. Supe que la novela sería un éxito. En aquel momento entendí porque aquel libro me había gustado tanto. No eran sólo letras. Eugenio Beltrán impregnaba con su arrolladora bondad, con su humanidad, todo lo que tocaba, incluyendo las páginas de sus novelas.
“Sin embargo, habría que rehacer el contrato. Si quiere puedo redactar aquí mismo un compromiso previo y firmarlo. Tiene validez legal a todos los efectos y…”. “No es necesario…”, interrumpió, “… Puede usted mandar a imprimir la novela. Ya firmaremos cuando haya que firmar”. Intenté explicarle la importancia del contrato pero no me dejó hablar… “Me fío de usted, Vicente. Usted ama los libros tanto como yo”. Esas palabras me sacudieron. Beltrán era de otra especie. Confiaba en la gente sin miramientos. Leía a las personas. Lo raro es que yo lo entendía a la perfección. No creo que nadie hubiera sido capaz de traicionarle. La confianza que mostraba, su tono, la bondad que exhalaba, eran casi hipnóticos. Para traicionar a este hombre habría que ser un absoluto hijo de puta. Y yo, desde luego, no lo era.
Estrechamos las manos. La mía sudaba ligeramente. La suya era caliente, firme, fuerte. Me clavó de nuevo sus ojos azules y simplemente dijo: “Buenas tardes, Vicente”. Se dio la vuelta y salió del café Gijón sin detenerse, sin mirar atrás. Mientras le seguía con la mirada pensé para mi sorpresa que aquel era el más grande escritor que había pisado aquella sala. Y eso es mucho decir.
Cuando fui a pagar la cuenta me di cuenta de que ni siquiera había pedido un café. Más tarde me di cuenta de que Eugenio Beltrán nunca pedía nada.
Volví a la oficina en taxi mientras pensaba con una boba sonrisa que pronto podría conducir mi propio coche y me preguntaba como explicarle a Juan que no había nada firmado pero que no teníamos nada de que preocuparnos. Sabía que no lo entendería. Sabía que todo saldría bien.
Fdo: Vicente.
Cuando conocí a Eugenio Beltrán tenía yo 38 años y la ambición de 20 acumulada. El tenía 42 años y la ilusión de un niño de 10.
Por teléfono tenía una voz profunda, calmada. Parecía que nada pudiera alterarle. No varió de tono cuando le propuse la cita y sus motivos. Sin embargo, no sé porqué me pareció que se alegraba.
Le cité en el café Gijón, por aquello de las tradiciones y para que se sintiera como en su casa. Para que se sintiera importante estando en la casa de los grandes. No era necesario. Beltrán se sentía en su casa en cualquier sitio. Su casa era el mundo.
La cafetería era cálida, con un gran mosaico de pequeñas mesitas de mármol y pie de forja. Espejos y cuadros, fotografías de autores en las paredes.
Yo estaba inexplicablemente nervioso. Sin conocerle y ya le admiraba por su forma de escribir. Por otro lado, me jugaba mucho en aquella entrevista y estaba dispuesto a arrebatarle un “sí” costase lo que costase.
Cuando apareció, su aspecto me impresionó, aunque jamás hubiera pensado que se tratara de un escritor. Era alto, fornido, vestía unos pantalones de pana y una chaqueta de mezclilla. Vestía, prácticamente como un obrero de una fundición. Aseado, sin embargo, desprendía un aura que lo hacía digno de atención. Yo esperaba encontrar un señor bajito, con gafas, canas y una vieja chaqueta. Vamos, un escritor.
Beltrán, sin embargo no se molestaba en aparentar algo que no era. El era, simplemente, escritor y no cambiaba su manera de vestir ni sus modos hablase con quien hablase, se reuniese con quien se reuniese.
La conversación fue corta. Me descolocó. Me dejó admirado. Son muy pocas, por no decir ninguna, las personas capaces de causarme impresión.
Yo tenía preparada una retahíla sobre las condiciones del contrato, remuneraciones, ventajas fiscales y la solté mientras me miraba atentamente, sosteniéndome la mirada con aquellos ojos azules hasta que tuve que desviarla. Me traspasaba. No había maldad en aquellos ojos. Eran los ojos de un niño. El asentía a cada una de las informaciones que yo le transmitía. Finalmente, le dije: “¿Estamos de acuerdo?”. Su respuesta me descompuso, más por la franqueza de sus ojos que por sus palabras. “No lo sé”, me dijo. “Las condiciones son negociables”, le dije rápidamente, “Si las cantidades le parecen escasas podemos negociarlas…”. “¿Cuál será el precio del libro?”, me interrumpió él. Me dejó, patidifuso y debió apreciarlo, porque, sonriendo, continuó. “No estoy interesado en el dinero. Quiero que la novela llegue a la gente. Estoy dispuesto a cobrar por copias vendidas si eso abarata el coste de edición”.
Me costó reaccionar ya que jamás hubiera esperado aquella respuesta, pero acepté inmediatamente. Supe que la novela sería un éxito. En aquel momento entendí porque aquel libro me había gustado tanto. No eran sólo letras. Eugenio Beltrán impregnaba con su arrolladora bondad, con su humanidad, todo lo que tocaba, incluyendo las páginas de sus novelas.
“Sin embargo, habría que rehacer el contrato. Si quiere puedo redactar aquí mismo un compromiso previo y firmarlo. Tiene validez legal a todos los efectos y…”. “No es necesario…”, interrumpió, “… Puede usted mandar a imprimir la novela. Ya firmaremos cuando haya que firmar”. Intenté explicarle la importancia del contrato pero no me dejó hablar… “Me fío de usted, Vicente. Usted ama los libros tanto como yo”. Esas palabras me sacudieron. Beltrán era de otra especie. Confiaba en la gente sin miramientos. Leía a las personas. Lo raro es que yo lo entendía a la perfección. No creo que nadie hubiera sido capaz de traicionarle. La confianza que mostraba, su tono, la bondad que exhalaba, eran casi hipnóticos. Para traicionar a este hombre habría que ser un absoluto hijo de puta. Y yo, desde luego, no lo era.
Estrechamos las manos. La mía sudaba ligeramente. La suya era caliente, firme, fuerte. Me clavó de nuevo sus ojos azules y simplemente dijo: “Buenas tardes, Vicente”. Se dio la vuelta y salió del café Gijón sin detenerse, sin mirar atrás. Mientras le seguía con la mirada pensé para mi sorpresa que aquel era el más grande escritor que había pisado aquella sala. Y eso es mucho decir.
Cuando fui a pagar la cuenta me di cuenta de que ni siquiera había pedido un café. Más tarde me di cuenta de que Eugenio Beltrán nunca pedía nada.
Volví a la oficina en taxi mientras pensaba con una boba sonrisa que pronto podría conducir mi propio coche y me preguntaba como explicarle a Juan que no había nada firmado pero que no teníamos nada de que preocuparnos. Sabía que no lo entendería. Sabía que todo saldría bien.
Fdo: Vicente.
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