Madrid, 10 de Marzo, de 1964.
Yo contaba 10 años. Mario 4.
Habíamos salido a jugar. A la calle, por supuesto. Entonces no había ningún peligro. Los automóviles pasaban de pascuas a ramos y cuando se acercaba alguno el estruendo nos hacía retirarnos para admirarlo al pasar.
Íbamos a un callejón cercano convertido en escombrera. Habíamos estado en la plaza y con un dinero que nos habíamos ganado ayudando a descargar un carro (je, je, ¡qué tiempos! todavía había carros en abundancia por las calles de Madrid) habíamos comprado dos cigarrillos. Bisonte, no llegaba para más. "¡Maricón el último!", gritó Alfredo, el gordito de la panda. ¡Cabrón! Sabía que teniendo que cargar con Mario llegaría el último. Y tenía razón, por supuesto. Correr de la mano de un niño de 6 años no resulta demasiado útil en una carrera.
Cuando llegué ya habían encendido los cigarrillos y estaban fumando. Solté la mano de Mario con rabia. Le miré. Estaba casi llorando. Supongo que imaginaba que le iba a caer una bronca. Pensé: "Maldito crío. Se fuman mi dinero por su culpa y encima llora." Pero lo cierto es que aquella mirada llorosa me enterneció. No dije nada.
"¿Qué pasa, maricón? ¿Te pesa el culo?". Aquellas palabras me cayeron como una bomba. Alfredo se la estaba jugando. Pasé de tonterías. "Dame el cigarrillo. Yo también lo he pagado." le dije mientras alargaba la mano que él apartó. "Tranquilito, ¿eh? que si tu hermano es retrasado nosotros no tenemos la culpa". Miré a Mario. No dijo ni hizo nada. Ni siquiera se inmutó. No agachó la cabeza, no se retiró, no lloró. Nada.
Alfredo, en tono cada vez de mayor sorna añadió: "¿Lo ves? ¿Tu hermano es tonto y en tu casa..." No terminó la frase. No tuvo tiempo de ver cómo llegaba el sopapo ni de moverse antes de que mi palma abierta impactase en su cara. Casi se come el cigarrillo. El resto del grupo se reía a carcajadas. Yo me sentí eufórico. La mejilla de Alfredo estaba roja. Le quité el cigarrillo, tomé una calada, le eché el humo en la cara, tiré la colilla y la pisé, me di la vuelta, cogí la mano de Mario y me marché de allí. A mis espaldas resonaban las risotadas en la sombra del callejón.
Nunca supe qué me impulsó a lanzar aquella bofetada, pero me sentía como un héroe de comic. "Y de esto, ni una palabra a padre, ¿eh?". Mario asintió.
Sin embargo, padre se enteró. El estúpido de Alfredo no pudo evitar contarlo y su padre acabó hablando con el nuestro. Mi padre le pidió disculpas y me castigó mandándome sin cenar a la habitación y una semana sin salir. Vi su mirada. Pretendía estar furioso, pero no lo estaba. Había tenue brillo de orgullo en su mirada, pero mi padre siempre hacía lo que le parecía justo, incluso si eran sus hijos los que pagaran.
No me sentí bien y me costó dormir. Pude oír como el resto de la familia se iba a la cama después de cenar.
Pasé hambre aquella noche. Estaba aún en vela, reflexionando sobre lo acontecido, sin saber porqué había defendido así a Mario ni si había reaccionado correctamente o no. Ligeramente intrigado antes el sentimiento de orgullo que, por otro lado, me bullía dentro. Era tarde, probablemente ya pasada la media noche cuando la puerta del cuarto se abrió sigilosamente. Mi madre encendió la luz y con cara de sueño, despeinada y en camisón, aunque sonriente me dijo: "Ven". Yo me levanté y me acerqué. Ella me dio un pequeño paquetito de papel de periódico. Sin perder la sonrisa ni dejar de mirarme se despidió lanzándome un beso mientras me acariciaba la cara.
Yo volví a la cama y abrí el paquetito. Era una ensaimada de la pastelería de la esquina.
Sonreí.
Fdo: Vicente.
Yo contaba 10 años. Mario 4.
Habíamos salido a jugar. A la calle, por supuesto. Entonces no había ningún peligro. Los automóviles pasaban de pascuas a ramos y cuando se acercaba alguno el estruendo nos hacía retirarnos para admirarlo al pasar.
Íbamos a un callejón cercano convertido en escombrera. Habíamos estado en la plaza y con un dinero que nos habíamos ganado ayudando a descargar un carro (je, je, ¡qué tiempos! todavía había carros en abundancia por las calles de Madrid) habíamos comprado dos cigarrillos. Bisonte, no llegaba para más. "¡Maricón el último!", gritó Alfredo, el gordito de la panda. ¡Cabrón! Sabía que teniendo que cargar con Mario llegaría el último. Y tenía razón, por supuesto. Correr de la mano de un niño de 6 años no resulta demasiado útil en una carrera.
Cuando llegué ya habían encendido los cigarrillos y estaban fumando. Solté la mano de Mario con rabia. Le miré. Estaba casi llorando. Supongo que imaginaba que le iba a caer una bronca. Pensé: "Maldito crío. Se fuman mi dinero por su culpa y encima llora." Pero lo cierto es que aquella mirada llorosa me enterneció. No dije nada.
"¿Qué pasa, maricón? ¿Te pesa el culo?". Aquellas palabras me cayeron como una bomba. Alfredo se la estaba jugando. Pasé de tonterías. "Dame el cigarrillo. Yo también lo he pagado." le dije mientras alargaba la mano que él apartó. "Tranquilito, ¿eh? que si tu hermano es retrasado nosotros no tenemos la culpa". Miré a Mario. No dijo ni hizo nada. Ni siquiera se inmutó. No agachó la cabeza, no se retiró, no lloró. Nada.
Alfredo, en tono cada vez de mayor sorna añadió: "¿Lo ves? ¿Tu hermano es tonto y en tu casa..." No terminó la frase. No tuvo tiempo de ver cómo llegaba el sopapo ni de moverse antes de que mi palma abierta impactase en su cara. Casi se come el cigarrillo. El resto del grupo se reía a carcajadas. Yo me sentí eufórico. La mejilla de Alfredo estaba roja. Le quité el cigarrillo, tomé una calada, le eché el humo en la cara, tiré la colilla y la pisé, me di la vuelta, cogí la mano de Mario y me marché de allí. A mis espaldas resonaban las risotadas en la sombra del callejón.
Nunca supe qué me impulsó a lanzar aquella bofetada, pero me sentía como un héroe de comic. "Y de esto, ni una palabra a padre, ¿eh?". Mario asintió.
Sin embargo, padre se enteró. El estúpido de Alfredo no pudo evitar contarlo y su padre acabó hablando con el nuestro. Mi padre le pidió disculpas y me castigó mandándome sin cenar a la habitación y una semana sin salir. Vi su mirada. Pretendía estar furioso, pero no lo estaba. Había tenue brillo de orgullo en su mirada, pero mi padre siempre hacía lo que le parecía justo, incluso si eran sus hijos los que pagaran.
No me sentí bien y me costó dormir. Pude oír como el resto de la familia se iba a la cama después de cenar.
Pasé hambre aquella noche. Estaba aún en vela, reflexionando sobre lo acontecido, sin saber porqué había defendido así a Mario ni si había reaccionado correctamente o no. Ligeramente intrigado antes el sentimiento de orgullo que, por otro lado, me bullía dentro. Era tarde, probablemente ya pasada la media noche cuando la puerta del cuarto se abrió sigilosamente. Mi madre encendió la luz y con cara de sueño, despeinada y en camisón, aunque sonriente me dijo: "Ven". Yo me levanté y me acerqué. Ella me dio un pequeño paquetito de papel de periódico. Sin perder la sonrisa ni dejar de mirarme se despidió lanzándome un beso mientras me acariciaba la cara.
Yo volví a la cama y abrí el paquetito. Era una ensaimada de la pastelería de la esquina.
Sonreí.
Fdo: Vicente.
1 comentario:
Que bonito, artistazo!! Ya sabemos muchas más cosas acerca de las ensaimadas en la obra y por qué el padre oye gritar: maricón el último!! :) Un besito
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