Aquel día madre no estaba. Aún no había sirenas.
Serían, más o menos las 12 del mediodía y hacía un día espléndido. Todavía no se habían iniciado los ataques a Madrid y la vida era más o menos normal, quitando el hecho de que mi madre salía a las seis de la mañana de casa a hacer cola para que a la hora de comer hubiera un plato en la mesa.
Mi padre había ido al ministerio como cada día. Era lunes.
Mario y yo nos levantamos tarde. No fuimos al colegio. No estaba la cosa para andar dando paseos con los libros a cuestas.
Cuando me levanté me encontré una nota: “
Cuida de tu hermano”. Era una nota simple, pero poco habitual. Parecía que mi madre presintiera que algo extraordinario fuera a pasar. No le hice mucho caso, la verdad. Pensé: “¡Qué pesada! Es mi hermano y tengo que cuidar de él. Es mi hermano, sí. Ya lo sé. No hace falta dejar notitas para recordarme que tengo que pasarme todo el día con él pegado al culo”.
Hice el desayuno. Algo de leche que quedaba, mezclada con agua, ligeramente calentada y con un poco de pan que debía llevar algo así como una semana en la cocina. Aún así, lo devoramos. Teníamos hambre.
No había mucho que hacer. Aburrirse. Al menos yo. Mario, con sus peculiaridades, se pasó toda la mañana observando a un par de hormigas que rondaban por el suelo del salón. Hasta que las aplasté. Me pareció más divertido. Y yo era todavía un niño.
Sobre las once y media le dije a Mario que iba a salir. “Voy contigo”, dijo él. “De ninguna manera”, le dije. “Es peligroso”. Si mi madre se entera de que salgo a la calle me despelleja y mucho más si hubiera salido con él. También me hubiera despellejado si se llega a enterar de que le había dejado solo, claro, pero no me apetecía llevar a Mario colgando detrás de mí. Por aquel entonces, Mario tenía sólo siete años. Pero estar allí sentado era un auténtico infierno y a mí me gustaba buscar curiosear en las casas vacías por la evacuación en busca de algo de valor que sus habitantes hubieran olvidado con las prisas.
Entré en una casa de la calle perpendicular a la nuestra. La puerta estaba abierta. Indudablemente ya habían entrado antes. Estaba oscuro; las persianas bajadas. Los cajones estaban abiertos y había cristales de un espejo por el suelo. Encontré una caja de cerillas y un bolígrafo medio roto. En una cajita de cartón un puñado de caramelos que guardé en el bolsillo. No entendía como podían haber dejado allí aquel tesoro.
Estaba tan absorto buscando mis tesoros que ni siquiera los oí llegar. La primera hizo temblar el edificio. Yo estaba en el baño y me quedé parado. No entendía nada. Siguieron cayendo. Cuando pasó el estruendo logré oír el ruido de aquel motor que ya no se me olvidaría nunca. ¿Aviones? Tardé en reaccionar. No entendía nada. La segunda
bomba fue peor. Cayó muy cerca y el ruido me tiró al suelo. Estaba desorientado, medio sordo en el suelo. La cabeza me daba vueltas mientras intentaba fijar mi vista en el oscurecido techo de aquella casa. Intentaba a duras penas recuperarme, pensar en qué hacer cuando un único pensamiento acudió a mi cabeza. Yo no lo busqué. Llegó. “¡Mario!”. Me levante a duras penas e intenté buscar las salida de la casa. No me resultó fácil. Estaba totalmente desorientado. Finalmente logré salir. Ya no había sol. Toda la calle era una nube de polvo. Corrí. Aquello era el infierno. Las casas estaban derruidas. Paredes enteras se habían desplomado sobre la calle. Tropezaba cada
pocos pasos. Y yo corría hacia mi casa. “¡Mario! ¡Mario! ¡Mario!” No podía pensar en otra cosa. “Cuida de tu hermano”. No pensaba en la bronca si le pasaba algo. No. No pensaba. Simplemente oía “¡Mario!” dentro de mí, y las
bombas, y el motor de los aviones y los gritos fuera. Lo peor eran los gritos. La calle se estaba llenando de gente. Corría. Las
bombas caían cada vez más cerca. Recuerdo el
silbido creciente que acababa en aquel ensordecedor estallido. ¡Mario! La marea de gente corría en cualquier dirección. Pero sobre todo hacia el metro. “¡Vicente! Ven aquí. Vamos al metro” me gritó Paco, el amigo de mi padre, mientras me agarraba de la chaqueta. “¡Mario!” Yo me fui, aunque la chaqueta se quedó allí, en la mano de Paco. Vi a Fernando, el charcutero, con la cara
ensangrentada, teñida de dolor, caminando sin rumbo con la mirada en el vacío. Llevaba a su hija en brazos. María tenía unos diez años. Estaba muerta, en camisón, el pelo colgando y el brazo roto, dislocado, bamboleándose. Mascullaba dos únicas palabras, “Ven, Lourdes. Ven, Lourdes. Ven, Lourdes.”. Seguí corrie
ndo. Había heridos por todas partes. Muertos en el suelo. Pasé por delante de la charcutería. Por delante de lo que quedaba de ella. Escombros y al lado un cuerpo, de mujer, en un charco de sangre. Lourdes. Poco más adelante, una mujer llorando, junto al cuerpo de su marido. Vestía de negro. Parecía que hubiera anticipado el luto o, tal vez, no era la primera persona a la que perdía.
Silbido.
Bomba. ¡Mario! El corazón me estallaba pero no podía dejar de correr. Una familia entera. En el suelo. La madre todavía abrazando al bebé. El padre, tumbado boca abajo con la mano alargada hacia ellos.
Silbido.
Bomba. Ruido de aviones. Esta vez los escombros volaron sobre mí. Sentí el impacto de un ladrillo en el brazo.
Sangre. ¡Mario! Seguí corriendo. Estaba a dos portales. Abrí la puerta. Subí las escaleras. Estaba ciego. ¡Mario! No podía meter la llave en la cerradura. Me temblaban las manos. Tarde varios días en abrir. “¡Mario!”. Nada. “¡Mario! ¿Dónde estás?”. El salón. Nada. “¡Mario, joder! ¡Di algo!” El baño. Nada. “¡Mario! ¡Mario! ¡Mario!” Nada. Un escalofrío. Un sollozo. La cama. “¡Debajo de la cama!”. Allí estaba, hecho un ovillo. Seguía con el pijama puesto. Temblaba. Me miró como si no supiera quien era. “¡Vámonos, Mario!”. No se movió. Me miraba sin dejar de temblar. “¡Vamos,
joder! No tenemos todo el día.” Me miraba. “¡Vamos, Mario! No pasa nada!”. Se movió. “¡Vamos, Mario! No te preocupes. Todo va a salir bien” ¿Estaba hablando yo? Ni siquiera sabía de donde salían aquellas palabras. Alargó la mano. Le arrastré fuera de la cama. Lloraba. Le cogí de la mano y corrí.
Silbido.
Bomba. Salimos de la casa y corrimos escaleras abajo. Ruido de aviones.
Silbidos.
Bombas. Ya casi no había gente el la calle.
Silbido.
Bomba. Escombros. Muertos. Teníamos que pasar por encima de ellos.
Sangre. Corríamos. El corazón se me salía de la caja. Apretaba la mano de Mario. No le miraba. Sólo corría. Corría. Por fin vi la entrada del metro. “Un poco más, Mario”.
Silbido.
Bomba. Escombros. Nos tiramos al suelo. Había caído en medio de la calle. Entre nosotros y el metro. Me levanté. Mario estaba en el suelo. Tenía un corte en la frente. Me miraba. Temblaba. Pero no se movía. “Vamos, Mario”. Las lágrimas corrían por sus mejillas. Tenía espanto en la cara. “¡Vamos!”. Nada. Me agaché. Le cogí en brazos. Corrí lo que pude porque casi no podía con él.
Silbido.
Bomba. Polvo. Alguien me adelantó por la izquierda, corriendo. “¡Ayúdeme! Por favor”. Desapareció entre el polvo. Las piernas me dolían. El pecho me dolía. Los brazos me dolían. Andaba. Polvo.
Silbidos.
Bombas. No podía más. Llegué al metro. Mario me apretaba tanto el cuello que no podía respirar. Bajé las escaleras. No sé como. Oscuridad. Silencio. Murmullos. Calor. Mucho calor.
Silbidos y
bombas. Apagados. Estábamos a salvo. Dejé a Mario en el suelo. Lloraba. Me abrazaba. La gente nos miraba entre sombras. Olía a miedo y a humedad. Una señora se nos acercó y nos dio un poco de agua. Nos limpió las heridas con un trapo casi seco. Dolía. Y la cara. “Lo siento. No hay mucho agua.” Recordé lo que llevaba y le di un caramelo a Mario. Se tranquilizó un poco aunque sollozaba y no dejaba de abrazarme. Se agarraba a mi como un mono. “Tranquilo, Mario. Todo está bien”. “¿Y mamá?” Dijo él.
Pasamos varias horas allí. Con el miedo en el cuerpo, sin atrevernos a salir, aunque aunque ya no se oían ni
bombas ni aviones y la gente había ido marchándose, y preguntándonos constantemente eso. “¿Y mamá? ¿Y papá?”.
Madre no llegó hasta unas dos horas más tarde. Venía con padre. Lloraba y padre la abrazaba. Tenían cara de estar muy cansados. Llevaban tiempo buscándonos. Sus ropas estaban empapadas de polvo y sus caras en sudor.
La primera en vernos fue mi madre. “¡Vicente! ¡Mario!” Gritó. Nunca la había visto correr así. Sorteaba a la poca gente que quedaba en aquella estación como podía, presa del cansancio, mientras se dirigía a nosotros con los brazos abiertos. Cuando llegó a nosotros, se puso de rodillas, y cogiéndonos las caras nos miró a los ojos con los suyos bañados en lágrimas y nos besó. Fueron besos largos, calientes. No quería soltarnos. Luego nos abrazó y rompió a llorar desconsoladamente. Padre le acariciaba el pelo mientras le decía: "¿Lo ves? Ya te dije que Vicente cuidaría de él."
Pero aquello no había terminado. Sólo había sido el primer bombardeo. Pronto aprendimos que temdríamos que acostumbrarnos a las
bombas, a los aviones, a las ruinas, a ver así la Puerta del Sol como consecuencia de las mismas.
Fdo. Vicente